Enviado por Macario Sandoval
OPINIÓN ATILIO
A. BORON
Atilio Borón es un politólogo y sociólogo argentino, doctorado en Ciencia Política por la Universidad de Harvard.
20/02/14.- La escalada desestabilizadora que actualmente
sufre la Venezuela bolivariana tiene un objetivo no negociable: el
derrocamiento del gobierno de Nicolás Maduro. No hay un ápice de interpretación
de quien esto escribe en esta afirmación. Fue expresada en reiteradas ocasiones
no solo por los manifestantes de la derecha en las calles, sino por sus
principales líderes e instigadores locales: Leopoldo López (exalcalde del
municipio Chacao, en Caracas, y jefe del partido Voluntad Popular), y María
Corina Machado, diputada por Súmate a la Asamblea Nacional de Venezuela. En más
de una ocasión se refirieron a las intenciones que perseguían con sus
protestas, utilizando una expresión a la que regularmente apela el Departamento
de Estado: “cambio de régimen”, forma amable y eufemística que reemplaza a la
desprestigiada golpe de Estado. Lo que se busca es precisamente eso: un golpe
de Estado que ponga punto final a la experiencia chavista. La invasión a Libia
y el derrocamiento y linchamiento de Muamar El Gadafi son un ejemplo de “cambio
de régimen”; hace medio siglo que Estados Unidos está proponiendo sin éxito
algo similar para Cuba. Ahora lo están intentando, con todas sus fuerzas, en
Venezuela.
Esta feroz campaña en contra del Gobierno
Bolivariano –en realidad, un proceso de fascistización de larga data– tiene
raíces internas y externas, íntimamente imbricadas y solidarias en un objetivo
común: acabar con la pesadilla instaurada por el Comandante Hugo Chávez desde
que asumiera la presidencia en 1999. Para Estados Unidos, la autodeterminación
venezolana, afirmada sobre las mayores reservas comprobadas de petróleo del
mundo, la derrota del ALCA y los avances de los procesos de integración y
unidad en América Latina y el Caribe –la Unasur, el Mercosur ampliado, la Celac,
PetroCaribe, entre otros–, impulsados como nunca antes jamás por el líder
bolivariano, son desafíos intolerables e inadmisibles, merecedores de un
ejemplar escarmiento. Para la oposición interna, el chavismo significó el fin
de las prebendas y negociados que obtenía por su colaboración con el Gobierno
de Estados Unidos y las empresas norteamericanas en el saqueo y el pillaje de
la renta petrolera, y que encontró en los líderes y organizaciones políticas de
la Cuarta República sus socios menores e imprescindibles operadores locales.
Tanto Washington como sus peones estaban seguros de que el chavismo no
sobreviviría a la desaparición física de su fundador. Pero con las
presidenciales del 14 de abril del 2013 sus esperanzas se esfumaron: Nicolás
Maduro prevaleció sobre Henrique Capriles por un porcentaje muy pequeño, pero
suficiente e indiscutible, de votos. La respuesta de estos oligarcas
travestidos en señeras figuras de la república fue primero desconocer el
veredicto de las urnas y luego desatar violentas protestas que cobraron la vida
de más de una decena de jóvenes bolivarianos, dejando heridos a unos cien, amén
de la destrucción de numerosos edificios y propiedades públicas.
Cabe consignar
que al día de hoy, diez meses después de las elecciones presidenciales,
Washington no ha reconocido formalmente el triunfo de Nicolás Maduro.
En
cambio, el inverosímil Premio Nobel de la Paz demoró horas en reconocer como
triunfador de los comicios presidenciales hondureños del 24 de noviembre pasado
–viciados hasta lo indecible y fraudulentos como muy pocos– al candidato de “la
embajada”, Juan O. Hernández. El imperialismo no se equivoca al elegir a sus
enemigos: los Castro, Chávez, ahora Maduro, Correa, Morales; y contrariamente a
lo que algunos ingenuamente postulan, no existe una derecha que sea “oposición
leal” a un gobierno genuinamente de izquierda. Menos aún cuando se trata de una
derecha manejada por telecomando desde la Casa Blanca.
Si se comporta con
lealtad es porque ese gobierno ya fue colonizado por el capital. Pese a la
violencia de los militantes de la Mesa de Unidad Democrática que sostenía la
candidatura de Capriles, el Gobierno logró restablecer el orden en las calles.
Contribuyeron a ello la clara y enérgica respuesta gubernamental y, además, la
certeza que tenía la dirigencia de la MUD de que las próximas elecciones
municipales del 8 de diciembre –que la derecha caracterizó como un plebiscito–
les permitirían derrotar al chavismo para luego exigir la inmediata renuncia de
Maduro o, en el peor de los casos, convocar a un referendo revocatorio
anticipado, sin tener que esperar hasta mediados del 2016 tal y como lo
establece la Constitución. Pero la jugarreta les salió mal porque fueron
ampliamente derrotados por casi un millón de votos y nueve puntos porcentuales
de diferencia.
Atónitos ante lo inesperado del resultado, que por
primera vez le ofrecía al Gobierno Bolivariano la posibilidad de gestionar
durante dos años los asuntos públicos y administrar la economía sin tener que
involucrarse en virulentas y distractoras campañas electorales, los
antichavistas peregrinaron a Washington para redefinir su estrategia en función
de las necesidades geopolíticas del imperio y recibir órdenes, dineros y ayudas
de todo tipo para sostener su proyecto desestabilizador. Derrotados en las
urnas, ahora la prioridad inmediata era, como lo exigiera Richard Nixon para el
Chile de Salvador Allende en 1970, “hacer chirriar la economía”. De ahí los
sabotajes, las campañas de desabastecimientos programados y el desenfreno de la
especulación cambiaria (según recomienda en su manual de operaciones el experto
de la CIA Eugene Sharp); los ataques en la prensa, en donde las mentiras y el
terrorismo mediático no conocen límite o escrúpulo moral alguno y, luego, como
remate, “calentar la calle”, buscando crear una situación similar a la de la
ciudad de Bengasi en Libia, capaz de desbaratar por completo la economía y
desatar una gravísima crisis de gobernabilidad que tornase inevitable la
intervención de alguna potencia amiga, que ya sabemos quién es, para que
acudiese en auxilio de los venezolanos para restaurar el orden quebrantado.
Una tras otra, todas estas iniciativas terminaron
en el fracaso, pero no por ello la derecha abandonará sus propósitos
sediciosos. Leopoldo López se acaba de entregar a la justicia y es de esperar
que esta le haga caer, a él y a su compinche, María Corina Machado, todo el
peso de la ley. Llevan varias muertes sobre sus mochilas y lo peor que le
podría pasar a Venezuela sería que el Gobierno o la justicia no advirtieran lo
que se oculta dentro del huevo de la serpiente. En situaciones como éstas, y
ante enemigos como éstos, cualquier intento de “reconciliación nacional” o de
“línea blanda” es la segura ruta hacia la propia destrucción. Los fascistas y
el imperialismo solo entienden el lenguaje de la fuerza.
López y Machado
deberán recibir un castigo ejemplar, siempre dentro del marco de la legalidad
vigente, y no deberían descartarse violentas manifestaciones para exigir su
inmediata liberación. Tampoco habría que desechar la hipótesis de que, en su
desesperación, la derecha pudiese apelar a cualquier recurso, por aberrante que
sea. Pero el procesamiento y castigo de los instigadores de tanto derramamiento
de sangre no será suficiente para aventar el riesgo de un brutal derrocamiento
del Gobierno Bolivariano; la única garantía estriba en la activa movilización y
organización de las masas chavistas para sostener a “su revolución”, con sus
muchos aciertos y también sus errores. Eso es lo único que permitirá aventar el
peligro de un asalto fascista al poder que pondría sangriento fin a la gesta
bolivariana, desencadenando una oleada reaccionaria que reverberaría en el
continente. De ahí que lo que está en juego en estas horas no es solo el futuro
de Venezuela sino el de toda Nuestra América.
Atilio Borón es un politólogo y sociólogo argentino, doctorado en Ciencia
Política por la Universidad
de Harvard.
Publicado por Yadira Gonzalez /Comunicadora popular
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